29 mayo, 2012

Viena antes de la Escuela Austriaca

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En algún momento durante los últimos meses del verano de 1859 (no sabemos exactamente cuándo) un joven huérfano de 19 años de Biala/Bielitz en la frontera de Galazia-Silesia partió a Viena con un Maturitätszeugnis# del Gimnasio de Cracovia# en su maleta y quizá también una carta o dos de recomendación de un maestro o pariente. Era uno de los muchos de las llamadas tierras de la corona que llegaban a la incesantemente creciente “Ciudad Capital y Residencial Real e Imperial”# de Viena.


De 1820 a 1830, la proporción de habitantes no nacidos en Viena creció del 9,5% al 30,5%; en 1856, esa proporción habría crecido hasta el 44%. Un quinto de los inmigrantes provenía de Bohemia y Moravia, otro quinto de la Baja Austria y un 11,5% de los países alpinos. Mientras que los inmigrantes habían sido principalmente germanoparlantes hasta la mitad del siglo, la ola de emigrantes consistía ahora cada vez más en checoparlantes (cf. Buchmann y Buchmann 2006, pp. 22-23). En 1857, en uno de los primeros censos de Europa, se registraban 476.222 personas en Viena y sus suburbios; en 1869 eran 607.507 y en 1888, ya 1,3 millones (cf. Meyers Konversations-Lexikon 1888-1891, vol. 16: p. 607, bajo en encabezamiento “Viena”).
Durante el siglo XIX la población se multiplicó por siete. Viena se convirtió en una metrópoli, la cuarta ciudad más grande del mundo después de Londres, París y Nueva York. Hasta 1871 no le sobrepasó Berlín, dejando a Viena ocupando el quinto lugar durante mucho tiempo.
Para nuestro viajero, Carl Menger von Wolfensgrün (1840-1921), posterior fundador de la Escuela Austriaca de economía, el paisaje de la ciudad seguía pareciendo el de la “vieja Viena”: cerrada por tres lados por la muralla y foso de la ciudad y confinada naturalmente por una rama del Danubio en su lado este. Las afueras de la ciudad, el “Glacis”, nunca se había construido por razones militares. Parcialmente indicado con avenidas de árboles, servía a los habitantes como explanada con lugares para puestos de mercado, tiendas de café, campos de juego y ropavejeros y ofrecía a artesanos y comerciantes almacenamiento al aire libre y áreas de trabajo. Dentro de los muros de la ciudad, el número de casas (1.200), familias (10.600) y habitantes (unos 50.000) había permanecido prácticamente constante durante décadas. Los inmigrantes se establecían el los barrios y suburbios exteriores (cf. Buchmann 2006, pp. 47-48 y 65).
“Lo que sorprendía a los jóvenes de las provincias como particularmente agradable”, recordaba un compañero de estudios de Carl Menger, “era sobre todo la hospitalidad de la gente local” (Przibram 1910, vol. 1: p. 64). Lo mismo se registró más tarde incluso en una famosa enciclopedia: “La principal característica de los vieneses es la alegría y la bonhomía. El vienés típico tiene un corazón abierto y se siente más feliz cuando puede ser amable y bueno. No importa lo estrepitosas que sean, las diversiones públicas son siempre inocentes y joviales. En ninguna gran ciudad se sentirá uno más en casa que en Viena y un extranjero consigue un fácil acceso a la sociedad” (Meyers Konversations-Lexikon 1888-1891, vol. 16: p. 607, bajo en encabezamiento “Viena”).
La demolición de las murallas de la ciudad, encargada en 1857 por el emperador Francisco José I, ya se estaba llevando a cabo a la llegada de Menger. Los cambios que iban a producirse pronto y los próximos planes aún a descubrir generaban discusiones animadas, incluso candentes: “Cada semana traía una nueva sorpresa; primero aquí y luego allí, se desvanecía algún lugar favorito de la vieja Viena. Las columnas de los diarios estaban llenas ‘quejas angustiadas’” (Przibram 1910, vol. 1: p. 64).
Por el contrario, la nueva generación de ciudadanos, inspirada por la creencia en el progreso y llena de confianza, veía el amanecer de un nuevo comienzo en la demolición del anillo de fortalezas (cf. Leisching y Kann 1978, pp. 38–39). Johann Strauss hijo (1825-1899) daba a los acontecimientos del momento una expresión vivaz en su rítimicamente jocunda “Demolierpolka”# y su marcial “Explosions-Polka”.#
En cualquier caso, “el disfrute de la vida teatral y el deseo de novedades que permeaba la vida pública parecía satisfecho. Los tejemanejes delante y detrás del escenario proporcionaban munición para la conversación en todos los círculos. Los pocos diarios publicados en Viena alimentaban al lector con cotilleos del teatro” (Przibram 1910, vol. 1: p. 9). Como culminación de este redesarrollo constructivo, la Ringstrasse,# un magnífico bulevar de más de tres millas que finalmente se inauguraría ceremoniosamente el 1 de mayo de 1865.
Pero la fachada de divertido teatro apenas podía ocultar el hecho de que la situación económica general era difícil, como resultado del ruinoso estado de las finanzas públicas. Los 163 millones de florines necesarios para la construcción de edificios y espacios públicos se financiaron con la venta parcial de las nuevas áreas de construcción disponibles a empresas privadas, empresarios e inversores (cf. Buchmann 2006, p. 67). Solo se creó un clima económico positivo después de dos cosechas excepcionalmente buenas y con el estímulo añadido, aunque ilusorio y superficial, de la guerra de 1866 contra Prusia financiada por un aumento en la oferta monetaria.
El tamaño de la red ferroviaria (un indicador económico fiable en ese momento) casi se duplicó entre 1866 y 1873 (cf. Sandgruber 1995/2005, p. 245) y entre 1867 y 1873 se dieron nuevas licencias a no menos de 104 empresas constructoras (cf. Matis 1972, p. 195) solo en Viena. La ciudad se convirtió rápidamente en un gigantesco espacio de construcción. En lugar de casas de dos pisos, se construyeron aproximadamente 500 edificios privados y públicos, así como 90 nuevas calles y plazas (Maderthaner 2006, p. 198) en unos pocos años. A eso se añadieron el canal de agua de los manantiales de montaña, el control de las avenidas del Danubio, tres estaciones de ferrocarril y un considerable número de edificios en los pueblos y suburbios cercanos construidos para acomodar el enorme flujo de inmigrantes, al menos en parte (Ibíd., p. 189).
La arquitectura monumental de la Ringstrasse era una fuerte expresión de la nueva confianza de los ciudadanos. Entre los votantes aptos de Viena, que apenas llegaban a más del 4% de los habitantes (en 1870 eran 26.069 personas; cf. Czeike 1962, p. 17), la actitud liberal se convirtió en la tendencia política predominante. Esta perspectiva se expresó en la constitución de diciembre de 1867, en la que se codificaba la relación entre ciudadanos y estado, y se establecía un catálogo de libertades y derechos básicos e individuales, aún válido hoy. La libertad de expresión la libertad de prensa, la libertad de religión y fe, la libertad de reunión y la libertad académica se vieron seguidos en 1868 por una extensión de la escolarización obligatoria para los niños y una muy polémica secularización del sistema escolar.
Cuando el emperador Francisco José, empujado por las élites empresariales y sociales, autorizó la realización de la exposición universal en 1873, las ya excesivas expectativas económicas se dispararon aún más, Los vienes esperaban “el tintineo de un lluvia de oro” (Felder 1964, p. 337): “todos cuentan, todos especulan con la exposición universal”, escribía el economista August Oncken (1844-1911), que fue entonces nombrado para la facultad de la Universität für Bodenkultur (literalmente “Universidad de la Cultura del Suelo; hoy Universidad de Recursos Naturales y Ciencias de la Vida).
Otro contemporáneo dejaba también claro el ambiente de euforia: “Alrededor del año 1870 estábamos viviendo en un dulce júbilo. (…) Es verdad que uno sacude su cabeza ante los audaz del proyecto, (…) pero pensaba que el auge duraría y se echaba de lleno a él” (citado en Premsel 1985, p. 65). En un área de más de 16 hectáreas, se construyeron 200 salas de exposiciones para más de 50.000 exposiciones, se erigieron tres nuevos puentes a través del canal del Danubio y se construyeron los primeros hoteles de lujo de Viena para lo 20 millones de visitantes esperados.
Esperando hacer negocio, los precios de alquileres y alimentos aumentaron enormemente. Se fundaron un total de 1.005 compañías con un capital combinado de cuatro mil millones de florines entre 1867 y 1873 (cf. Sandgruber 1995/2005, p. 247). El número de bancos aumentó de 12 a 141, 69 de los cuales estaban solo en Viena (cf. Matis 1972, pp. 219, 221). El número de acciones cotizadas en la bolsa de Viena se multiplicó de 169 a 605 (Ibíd., p. 207).
La economía sobrecalentada, avivando la ya galopante especulación, floreció asombrosamente:
Personas que poco antes tenían que contentarse con un trabajo modesto, repentinamente, debido a alguna aventura con éxito, conseguían una fortuna y asimismo trataban de hacer este cambio en su posición lo más evidente posible. (…) Toda la vida social de la vieja ciudad imperial se había puesto patas arriba. La anterior humildad acogedora fue reemplazada por una extravagancia a veces bastante pomposa e imponente (Przibram 1910, vol. 1: p. 361).
El hecho de que banqueros con experiencia hubieran reconocido los peligros desde hacía mucho tiempo y hubieran abandonado gradualmente las actividades en la bolsa no supuso una gran diferencia. Expertos y economistas advertían enfáticamente en discursos públicos contra la “estafa bursátil” y la “corrupción de la prensa”. Pero era prácticamente imposible para el juego y la especulación sin control de acuerdo con el refrán “Es stirbt der Fuchs, so gilt der Balg”# (cf. Schäffle 1905, vol. 1: pp. 158-160). Johann Strauss (hijo) reflejaba adecuadamente esta actitud precaria en su opereta El murciélago (1874): “La ilusión nos hace felices”.
Finalmente, la inauguración de la Exposición Universal el 1 de mayo de 1873, se convirtió en la obertura del inevitable reconocimiento de un completo fracaso: los edificios de la exposición aún no se habían acabado, el tiempo era variable y la cantidad de visitante se mantuvo por debajo de las expectativas. Muchas aspiraciones de negocios chocaron bruscamente con la realidad. Poco más de una semana después, la bolsa de Viena registraba 110 insolvencias y al día siguiente, el “viernes negro”, se produjo el “gran crash” con 120 empresas más desplomándose (cf. Sandgruber 1985, p. 70; Matis 1972, pp. 260-265).
Al acabar el año, 48 bancas, 8 aseguradoras, 2 compañías de ferrocarriles y 59 empresas industriales habían entrado en liquidación o quebrado. En la bolsa, desparecieron 1, 5 billones de florines, cuatro veces todo el ingreso público de la monarquía austrohúngara en 1872 (Matis 1972, pp. 55, 277). Muchas familias lo pasaron mal y 152 personas en Viena se suicidaron (cf. Premsel 1985, p. 67).
El “gran crash”, cuyos efectos devastadores pervivirían en la memoria de los ciudadanos vieneses durante mucho tiempo, generaron una especia de punto de inflexión en la mentalidad general (cf. Plener 1911, p. 386). En los años siguientes, el liberalismo perdió progresivamente apoyo político: “Buscar la seguridad se convirtió en el nuevo norte. La aversión al riesgo, una mentalidad de busca de rentas y una forma de pensar gremial y de pequeño comercio se convirtieron en lo componentes básicos muy lamentados” (Sandgruber 1995/2005, p. 250).
Los efectos inmediatos fueron la renacionalización del sector ferroviario, el proteccionismo y las restricciones a la libertad económica. La tendencia austriaca hacia el paternalismo burocrático y deseo por parte de grupos de intereses económicos a ser defendidos y protegidos actuaban de consuno y común acuerdo. Así que el “gran crash” fue el nacimiento del “aparato social” público, en el que el viejo espíritu josefino del estado autoritario volvió a levantar cabeza. De 1870 a 1914, el número de funcionarios en Cisleithania creció de 80.000 a 400.000 (cf. Schimetschek 1984, p. 213). En Viena, la cifra de funcionarios municipales aumentó entre 1873 y 1900 de 2.000 a 30.000 (cf. Maderthaner 2006, p. 229).
El clima político e intelectual en la Austria del siglo XX (que va de una tradición conservadora-católica a una actitud austrorrevolucionaria, ya sea socialista, comunista o nacionalsocialista) habría preferido dejar que se olvidara que la breve fase de liberalismo había creado valores materiales y espirituales duraderos: un proceso de actualización económica y empuje modernizador, una urbanidad con apertura cultural, así como principios para un estado constitucional con derechos básicos e individuales modernos.
En definitiva, el desarrollo de la individualidad en la era liberal creó precisamente esa polaridad llena de tensión entre tradición y avanti-garde, fe en el progreso y pesimismo y amor a la vida y anhelo de muerte que iba a convertirse en el suelo fértil para el arte, la literatura, la música y la ciencia en Viena al final del siglo XIX.

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