21 marzo, 2012

SERGIO MUÑOZ BATA: Prejuicio e intolerancia

 

Agustín y Ana Portillo observan el otro lado de la frontera desde la ciudad mexicana de Tijuana. Ana, que es ciudadana norteamericana, visita dos veces al mes a su esposo Agustín, quien todavía no puede entrar en EEUU.
Agustín y Ana Portillo observan el otro lado de la frontera desde la ciudad mexicana de Tijuana. Ana, que es ciudadana norteamericana, visita dos veces al mes a su esposo Agustín, quien todavía no puede entrar en EEUU.
Julie Jacobson / AP
“¿Ya oyó lo que le dijeron al alcalde Villaraigosa en Sacramento?”, me pregunta el reportero de Univisión Jaime García. “Léalo en el Sacramento Bee de hoy, porque queremos oír su opinión sobre el incidente para el noticiero nacional”. De inmediato prendo la computadora y encuentro la página del Bee donde está la columna de Dan Morain, el columnista político del respetado diario de la capital del estado, y leo que al salir de una comparecencia ante el comité de la Asamblea Estatal acompañado de un grupo de reporteros, el alcalde Antonio Villaraigosa fue groseramente abordado por un desconocido que le gritaba: “¡Regrésate a México!”


Villaraigosa, quien nació en Los Angeles y cuya familia se estableció en esta ciudad hace más de 100 años, no respondió a la agresión verbal y siguió su camino. Como buen reportero, Morain se despidió del alcalde y corrió en busca del agresor. No podía creer, escribe Morain, que en California hubiese alguien que no supiera que Villaraigosa lleva 7 años como alcalde de Los Angeles; que fue el líder de la mayoría en la Asamblea; que fue concejal de la Ciudad de Los Angeles, que será el presidente de la Convención Nacional Demócrata este año y que tienen un prometedor futuro político.
De su breve entrevista con el bravucón, Morain sacó en claro que el hombre sabía quién era Villaraigosa y que su intención era desafiarle. “Es un pissant”, le dijo el sujeto desconocido utilizando un insulto en slang que implica que el aludido es alguien insignificante. Luego dijo que un “ilegal” había matado al hijo de un amigo suyo en Los Angeles. “¿Pero qué culpa tiene Villaraigosa de eso?”, preguntó Morain. “El es mexicano. Es lo que él dice. Siempre está defendiendo a los mexicanos ilegales y a México. No tengo ningún remordimiento por haberle dicho lo que le dije”. Y dio por concluida la entrevista.
Mi primera reacción a las palabras del sujeto desconocido fue también de asombro por la lógica torcida de su lenguaje. Pero reflexionando un poco más sobre el tema pensé que el resentido discurso de este hombre arrastra una buena parte de la enorme carga de intolerancia que se ha venido creando con las ordenanzas municipales y leyes estatales contra los inmigrantes indocumentados en estados del viejo Sur, como Alabama, Missisipi, Carolina del Sur, Georgia y, por supuesto, en Arizona.
También pensé en el efecto perverso de la retórica contra los indocumentados de los aspirantes a la candidatura presidencial del Partido Republicano sobre todo cuando hacen campaña proselitista en estos estados. Cuando Mitt Romney habla de la “deportación voluntaria” de 11 millones de personas que han hecho su vida en este país, lo que en realidad quiere es hacerles la vida imposible a los indocumentados y a sus familias promulgando ordenanzas tipo Arizona. Pensé en su oposición al Dream Act y en las dobles bardas que todos ellos quieren construir en la frontera sur al tiempo que ignoran a los indocumentados, en su mayoría de tez blanca, que llegan al país en avión con visa temporal y se quedan a vivir.
Lo más grave, sin embargo, es que el incidente que Villaraigosa vivió en Sacramento demuestra a la perfección por qué los ataques a los indocumentados se vuelven afrentas en contra de la comunidad latina entera. Cuando las ordenanzas municipales autorizan la detención policial de cualquier persona que “parezca” indocumentada, lo que realmente plantean es legalizar la discriminación y el prejuicio racial. En los estados donde se han promulgado estas ordenanzas todos los que tenemos la piel morena somos sospechosos de ser indocumentados. Y en este clima de intolerancia, todos los que defendemos la condición humana de los trabajadores indocumentados estamos expuestos a que un fanático incoherente nos grite que nos regresemos al país de nuestros antepasados, como le acaba de suceder a Villaraigosa.
Cuando al final del escrito de Morain leí que el intolerante sujeto de Sacramento dijo llamarse Davi Rodríguez, pensé, ¿cómo reaccionaría este hombre si al escuchar su nombre otro individuo igual de prejuiciado le gritara: “Rodríguez, Go Home?”

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