13 marzo, 2012

La Gran Sociedad: Una crítica libertaria

Por Murray N. Rothbard.
La Gran Sociedad es descendiente directa e intensificada de aquellas otras políticas con nombres pretenciosos del siglo XX en Estados Unidos: el Square Deal, la Nueva Libertad, La Nueva Era, el New Deal, el Fair Deal y la Nueva Frontera. Todos estos diversos “deals” constituyen un cambio básico y fundamental en la vida estadounidense: un cambio de una economía de un relativo laissez faire y un estado mínimo a una sociedad en la que el estado es incuestionablemente el rey.[1]
En el siglo anterior, el gobierno podía ser tranquilamente ignorado por casi todos, ahora nos hemos convertido en un país en el que el gobierno es la gran e inacabable fuente de poder y privilegio. Fuimos una vez un país en el que cada hombre podía, en buena medida, tomar decisiones sobre su propia vida, nos hemos convertido en un territorio en el que el estado tiene y ejercita un poder de vida y muerte sobre todas persona, grupo e institución. El gobierno del gran Moloch, una vez confinado y encerrado, ha roto sus débiles cadenas para dominarnos a todos.

La razón básica para esta evolución no es difícil de adivinar. Quien mejor la resumió fue el sociólogo alemán Franz Oppenheimer; Oppenheimer escribió que había fundamentalmente dos, y solo dos, vías para la adquisición de la riqueza. Una vía es la producción de un bien o servicio y su intercambio voluntario por los bienes o servicios producidos por otros. A este método (el método del mercado libre), Oppenheimer lo llamaba “el medio económico” a la riqueza. La otra vía, que evita la necesidad de producción e intercambio, es que una o más personas se apropien de los productos de otra gente por el uso de fuerza física. Este método de robar los frutos de la producción de otro hombre fue sagazmente llamado por Oppenheimer el “medio político”. A lo largo de la historia, los hombres se han visto tentados a emplear el  “medio político” de apropiarse de la riqueza en lugar de esforzarse en la producción y el intercambio. Debería estar claro que mientras que el proceso de mercado multiplica la producción, los medios explotadores políticos son parasitarios y, como pasa con cualquier acción parasitaria, desanima y frena la producción en la sociedad. Para regularizar y ordenar un sistema permanente de explotación predatoria, los hombres han creado el estado, al que Oppenheimer definía brillantemente como “la organización de los medios políticos”.[2]
Todo acto del estado es necesariamente una ocasión para infligir cargas y asignar subvenciones y privilegios: Al apropiarse de las ganancias por medio de la coacción y asignar recompensas al desembolsar los fondos, el estado crea “clases” o “castas” de gobernantes y gobernados: por ejemplo, las clases de lo que Calhoun distinguía como “contribuyentes” netos y “consumidores de impuestos”, los que viven de los impuestos.[3] Y como, por su naturaleza, la predación solo puede mantenerse por el exceso de producción respecto de la subsistencia, la clase gobernante debe constituir una minoría de los ciudadanos.
Como el estado, observado objetivamente, es una poderosa máquina de depredación organizada, el gobierno del estado, a través de sus muchos milenios de historia registrada, solo podría preservarse convenciendo a la mayoría de la gente de que su gobierno en realidad no ha sido explotador, sino que por el contrario ha sido necesario, beneficioso e incluso, como en los despotismos orientales, divino. Promover esta ideología entre las masas ha sido siempre una función esencial de los intelectuales, una función que ha creado la base para reclutar un cuerpo de intelectuales, en un lugar permanente en el aparato del estado. En otros siglos, estos intelectuales formaban una casta sacerdotal que ponía un halo de misterio y casi divinidad en las acciones del estado a una gente crédula. Hoy en día, la apología del estado tiene formas más sutiles y aparentemente científicas. El proceso parece esencialmente el mismo.[4]
En Estados Unidos. Una fuerte tradición libertaria y antiestatista impidió que el proceso de estatización se realizara a un ritmo muy rápido. La principal fuerza en su impulso ha sido el escenario favorito del expansionismo estatal, identificado brillantemente por Randolph Bourne como “la salud del estado”, es decir, la guerra. Pues aunque en tiempo de guerra algunos estados se encuentran en peligro ante otros, todo estado ha encontrado en la guerra un campo fértil para divulgar el mito entre sus súbditos de que ellos han sido los que han estado en peligro mortal, del cual les está protegiendo su estado. De esta forma, los estados han podido presionar a sus súbditos para que luchen y mueran para salvarles bajo el pretexto de que los súbditos están siendo salvados del terrible enemigo exterior. En Estados Unidos, el proceso de estatización empezó en serio bajo la disculpa de la Guerra de Secesión (servicio militar, gobierno militar, impuesto de la renta, impuestos indirectos, altos aranceles, banca nacional y expansión del crédito para las empresas favorecidas, papel moneda, concesiones de terrenos a los ferrocarriles) y alcanzó su pleno florecimiento como consecuencia de las dos guerras mundiales, para culminar finalmente en la Gran Sociedad.
El recientemente aparecido grupo de “conservadores libertarios” en Estados Unidos ha comprendido parte del panorama actual de estatismo acelerado, pero su análisis adolece de varios puntos ciegos esenciales. Uno es la completa incapacidad de darse cuenta de que la guerra, culminando en el actual estado acuartelado y la economía militar-industrial, ha sido el camino real hacia la agravación del estatismo en Estados Unidos.  Por el contrario, el aumento del reverente patriotismo que la guerra produce en los corazones conservadores, junto con su ansia por enfundarse la armadura contra la “conspiración comunista internacional” ha hecho a los conservadores los más ansiosos y entusiastas partidarios de la Guerra Fría. De ahí su incapacidad de ver las enormes distorsiones e intervenciones impuestas en la economía por parte del enorme sistema de contratos bélicos.[5]
Otro punto ciego conservador está en su defecto en identificar qué grupos han sido responsables del florecimiento del estatismo en Estados Unidos. En la demonología conservadora, la responsabilidad pertenece solo a los intelectuales progresistas, ayudados y auxiliados por sindicatos y granjeros. Por el contrario, a las grandes empresas curiosamente se les excusa de culpas (los granjeros son empresarios bastante pequeños, aparentemente, como para que sea justo censurarlos). ¿Cómo entonces contemplan los conservadores la clara evidencia de la avalancha de grandes empresas apoyando a Lyndon Johnson y su Gran Sociedad? O por la estupidez masiva (al no leer las obras de los economistas de libre mercado) o por la subversión de los intelectuales progresistas (por ejemplo, la educación de los hermanos Rockefeller en la Lincoln School) o por cobardía (al no defender firmemente los principios del libre mercado ante el poder público).[6] Casi nunca se apunta al interés como la razón principal del estatismo entre los empresarios. Este defecto es mucho más curioso a la luz del hecho de que a los liberales del laissez faire de los siglos XVIII y XIX (por ejemplo, los radicales filosóficos en Inglaterra, los jacksonianos en Estados Unidos) nunca les avergonzó identificar y atacar las redes de privilegios especiales otorgados a los empresarios en el mercantilismo de su tiempo.
De hecho, uno de los principales motores de la dinámica estatista en los Estados Unidos del siglo XX han sido los grandes empresarios, y esto mucho antes de la Gran Sociedad. Gabriel Kolko, en su innovador Triumph of Conservatism,[7] ha demostrado que el cambio hacia el estatismo en el periodo progresista fue impulsado por los grupos de grandes empresas, que se supone, en la mitología progresista, que iban a ser derrotadas por las medidas progresistas y de la Nueva Libertad. En lugar de un “movimiento popular” para controlar a las grandes empresas, la evolución de las medidas regulatorias, demuestra Kolko, derivaba de los grandes empresarios cuyos intentos de monopolio habían sido derrotados por el mercado competitivo y que luego se dirigieron al gobierno federal como mecanismo para la cartelización obligatoria. Este impulso a la cartelización a través del gobierno se aceleró durante la Nueva Era de la década de 1920 y llegó a su culminación en la NRA de Franklin Roosevelt. Significativamente, este ejercicio de colectivismo cartelizante lo expusieron las grandes empresas organizadas: después de Herbert Hoover, que había hecho mucho por organizar y cartelizar la economía, hubiera protestado por una NRA como algo que iba demasiado lejos en el camino hacia una economía abiertamente fascista, la Cámara de Comercio de EEUU obtuvo la promesa de FDR de que adoptaría ese sistema. La inspiración original fue el estado corporativo de la Italia de Mussolini.[8]
El corporativismo formal de la NRA hace mucho que desapareció, pero la Gran Sociedad retiene mucha de su esencia. El foco del poder social lo ha asumido pomposamente el aparato del estado. Además, ese aparato está gobernado permanentemente por una coalición de grandes empresas y grandes grupos laborales, grupos que utilizan el estado para operar y gestionar la economía nacional. La habitual reaproximación tripartita de grandes empresas, grandes sindicatos y gran gobierno simboliza la organización de la sociedad por bloques, sindicatos y corporaciones, regulados y privilegiados por los gobiernos federales, estatales y locales. Esto en esencia totaliza el “estado corporativo”, que, durante la década de 1920, sirvió como faro para grandes empresarios, grandes sindicatos y muchos intelectuales progresistas como el sistema adecuado para una sociedad industrial del siglo XX.[9]
El indispensable papel intelectual de movilizar el consentimiento popular para el gobierno del estado, lo desempeña, en la Gran Sociedad, las camarillas progresistas, que proporcionan la justificación del “bienestar general”, la “humanidad” y el “bien común” (igual que los intelectuales conservadores trabajan la otra acera de la calle de la Gran Sociedad ofreciendo la justificación de la “seguridad nacional” y el “interés nacional”). En resumen, los progresistas utilizan la parte del “bienestar” de nuestro omnipresente estado del bienestar y de la guerra, mientras que los conservadores destacan el lado bélico de la tarta. Este análisis del papel de los intelectuales progresistas pone una perspectiva más compleja la aparente “capitulación” de estos intelectuales en comparación con su papel durante la década de 1930. Así, entre numerosos ejemplos, está aparente anomalía de A.A. Berle y David Lilienthal, alabados y condenados como ardientes progresistas en la década de 1930, que ahora escriben libros alabando el nuevo reinado de las grandes empresas. Realmente sus opiniones básicas no han cambiado lo más mínimo. En la década de 1930, a estos teóricos del New Deal les preocupaba condenar como “reaccionarios” a aquellos grandes empresarios que seguían ideales individualistas más antiguos y no entendían o defendían el nuevo sistema de monopolio del estado corporativo. Pero hoy, en las décadas de 1950 y 1960, se ha ganado esta batalla: todos los grandes empresarios están dispuestos a ser monopolistas privilegiados en la nueva administración y por tanto puede ahora dárseles la bienvenida por parte de teóricos como Berle y Lilienthal como “responsables” e “ilustrados”, siendo su individualismo “egoísta” una reliquia del pasado.
El mito más cruel impulsado por los progresistas es que la Gran Sociedad funcione como un gran bien y beneficie a los pobres: en realidad, cuando apartamos la espuma de las apariencias para ver la fría realidad subyacente, los pobres son las principales víctimas del estado del bienestar. Los pobres son los reclutados para luchar y morir con sueldos literalmente de esclavos en las guerras imperiales de la Gran Sociedad. Los pobres son los que pierden sus casas antes los buldózer de la renovación urbana, ese buldózer que opera en beneficio de los intereses inmobiliarios y constructores para pulverizar las viviendas disponibles de bajo coste.[10]
Todo esto, por supuesto, en nombre de “acabar con las chabolas” y mejorar la estética de la vivienda. Los pobres son la clientela del bienestar cuyas casas son invadidas inconstitucionalmente, pero a menudo por agentes del gobierno para eliminar el pecado en medio de la noche. Los pobres (por ejemplo, los negros en el sur) son los desempleados por los salarios mínimos, creados para beneficiar a los empresarios de las áreas de mayores salarios (por ejemplo, el norte) para impedir que la industria se traslade a las áreas de bajos salarios. Los pobres son victimizados cruelmente por un impuesto de la renta que izquierda y derecha al alimón presentan falsamente como un programa igualitario para gravar a los ricos: en realidad, diversos trucos y exenciones aseguran que sean los pobres y las clases medias los que reciben los golpes más duros.[11]
También los pobres son víctimas de un estado de bienestar del que la idea macroeconómica esencial es la inflación perpetua, aunque sea controlada. La inflación y el fuerte gasto público favorecen a las empresas del complejo militar-industrial, mientras que los pobres y jubilados, los que tienen pensiones fijadas o Seguridad Social, son los más afectados. (Los progresistas se han burlado a menudo de las quejas anti-inflacionistas sobre “viudas y huérfanos” como mayores víctimas de la inflación, pero siguen siendo en cualquier caso víctimas importantes). Y el aumento de la educación pública masiva obligatoria obliga a millones de jóvenes a quedar fuera de la mercado laboral durante muchos años y a ir a escuelas que sirven más como casas de detención que como genuinos centros de educación.[12]
Los programas agrícolas que supuestamente ayudan a los granjeros pobres realmente sirven a los grandes granjeros ricos a costa de aparceros y consumidores por igual y las comisiones que regulan la industria sirven para cartelizarla. La masa de los trabajadores se ve obligada por las medidas del gobierno a integrarse en sindicatos que domestican e integran la fuerza laboral en los trabajos de acelerar el estado corporativo, par ser sujetas a “líneas maestras” arbitrariamente vagas y a un arbitraje definitivo obligatorio.
El papel del intelectual progresista y de su retórica es incluso más descarnado en política económica exterior. Pensada ostensiblemente para “ayudar a los países subdesarrollados”, la ayuda exterior ha servido como subsidio gigantesco por parte del contribuyente a las empresas exportadoras estadounidenses, un subsidio similar a la inversión exterior estadounidense a través de avales y préstamos públicos subvencionados, un motor de inflación para el país receptor y una forma de subvención masiva a los amigos y clientes del imperialismo de EEUU en el país receptor.
La simbiosis entre intelectuales progresistas y el estatismo despótico interior y exterior no es, por tanto, accidental, pues en el corazón de la mentalidad del bienestar está un enorme deseo de “hacer el bien a” la masa del resto de la gente, y como la gente por lo general no quiere que se le haga a (ya que tiene sus propias ideas de lo que quiere hacer), el progresista del bienestar inevitablemente acaba buscando el garrote con el que conducir a las desagradecidas masas. Por tanto, la ética progresista ofrece un poderoso estimulante a los intelectuales para buscar el poder del estado y aliarse con lo demás gobernantes del estado corporativo. Así que los progresistas se convierten en lo que Harry EImer Barnes ha calificado apropiadamente como “progresistas totalitarios”. O, como dijo Isabel Paterson hace una generación:
El humanitario desea ser la fuerza motriz en las vidas de otros. No puede admitir ni lo divino ni el orden natural, por el que los hombres tienen el poder ayudarse a sí mismos. El humanitario se pone en el lugar de Dios.
Pero afronta dos hechos incómodos: primero, que el competente no necesita de su asistencia y segundo, que la mayoría de la gente (…) sin duda no quiere que el humanitario le “haga bien”. (…)Por supuesto, lo que el humanitario propone realmente es lo que él debería hacer que piensa que es bueno para todos. Es en este momento cuando el humanitario prepara la guillotina.[13]
El papel retórico del bienestar en empujar a la gente puede verse claramente en la Guerra de Vietnam, donde la planificación progresista estadounidense del supuesto bienestar vietnamita ha sido particularmente prominente, por ejemplo, en los planes y acciones de Wolf Ladejinsky, Joseph Buttinger y el grupo de Michigan State. Y los resultados han sido muy parecidos a una “guillotina” estadounidense para el pueblo vietnamita, del norte y del sur.[14]
E incluso la revista Fortune invoca el espíritu del “idealismo” humanitario como justificación para la caída de Estados Unidos como “heredero de la dura tarea de hacer de policía de estas colonias despedazadas” de Europa Occidental y ejercitar su poderío por todo el mundo. La voluntad de hacer este esfuerzo hasta el máximo, especialmente en Vietnam y tal vez en China, constituye para Fortune “la inacabable prueba del idealismo estadounidense”.[15] Este síndrome de bienestar progresista puede verse asimismo en la muy diferente área de los derechos civiles, en la indignación terriblemente afligida de los progresistas blancos ante la reciente determinación de los negros de ayudarse a sí mismo, en lugar de seguir confiando en la prodigalidad de caballeros y damas del progresismo blanco.
En resumen, el hecho más importante acerca de la Gran Sociedad bajo la que vivimos es la enorme disparidad entre retórica y contenido. En retórica, Estados Unidos es la tierra de los libres y los generosos, disfrutando de las bendiciones mezcladas de un libre mercado atemperado por un bienestar social acelerado, distribuyendo pródigamente su generosidad sin límites a los menos afortunados del mundo. En la práctica, la libre economía prácticamente ha desaparecido, reemplazada por un estado leviatán corporativo e imperial que organiza, dirige y explota al resto de la sociedad y, de hecho, al resto del mundo, por su propio poder y riqueza. Hemos experimentado, como apuntaba agudamente Garet Garret hace más de una década, una “revolución dentro de la forma”.[16] La vieja república limitada se ha visto reemplazada por el imperio, dentro y fuera de nuestras fronteras.

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