Hay en la mentalidad latinoamericana una
idea de que el progreso social está asociado con revoluciones, guerras y
confrontación en general. Esta idea está ligada con la impresión que a
uno le queda cuando de niño estudia la historia europea de que la
democracia y el respeto a los derechos individuales comenzaron con la
Revolución Francesa, que, en una explosión de odios y terror, destruyó
el Antiguo Régimen monárquico autocrático e instauró el régimen
democrático en Francia y, a través de Napoleón, en Europa entera. La
historia, sin embargo, no fue así. La Revolución Francesa fue un
estertor, y no uno de los últimos, en la larga agonía del Antiguo
Régimen. No creó la democracia. Esta tardó mucho en llegar a Francia
mientras se desarrollaba en otros lugares.
La Primera República fue efímera. Lo que
después de la violencia y el terror sustituyó al Rey absolutista fue un
Emperador absolutista, Napoleón I. Luego vino el Rey Luis XVIII
(1814-1824), y después de él el Rey Carlos X, que fue derrocado en 1830.
Su sucesor fue otro rey absoluto, Luis Felipe de Orleans, que reinó de
1830 hasta que fue derrocado en 1848. La revolución que lo botó instaló
la Segunda República y llamó a elecciones para presidente. El ganador
fue Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del Emperador Napoleón I, que muy
rápidamente se proclamó como el Emperador Napoleón III. Reinó hasta
1870, año en el que se metió en una guerra con Prusia y los otros
estados alemanes (Alemania no existía como país sino como una colección
de estados).
Derrotado por ellos, Napoleón huyó a
Inglaterra y fue depuesto por la Tercera República, que se quedó
defendiendo la capital contra los alemanes. Estos llegaron hasta el
Palacio de Versalles, en donde, mientras bombardeaban París con enormes
cañones Krupp, fundaron Alemania, uniendo a todos los estados alemanes
en un solo imperio bajo el rey de Prusia.
Mientras tanto, grupos radicales tomaron
control de la Comuna de París e instauraron un régimen de terror, que
hizo palidecer al que había existido durante la revolución. Con ayuda de
los alemanes, los realistas franceses retomaron París en un evento
terriblemente sangriento. La carnicería fue tal que el país decidió
pedir perdón a Dios, construyendo la iglesia del Sagrado Corazón, que
ahora está en Montmartre. Fue hasta entonces, en 1871, que la democracia
se instaló en Francia, ochenta y dos años después de que supuestamente
la Revolución había abierto la puerta para ella. Le tomó a Francia casi
un siglo de sangrientas luchas el arribar a la democracia y la paz
social.
Otras revoluciones violentas han tenido
resultados peores: La Revolución Rusa de 1917, que creó la terrible
tiranía de la Unión Soviética; la Revolución Alemana de 1918, que
derramó mucha sangre y que creó los grupos de los cuales se formó
después el nazismo; la Revolución Cubana, y tantas otras revoluciones
comunistas que sólo llevaron a la destrucción y la tiranía.
Del otro lado del Canal de la Mancha
está otro país, en el que la democracia y la industria se fueron
desarrollando en paz, gradualmente. El ambiente de libertad en la
liberal Inglaterra era tal que ofrecía asilo a los sediciosos que eran
perseguidos en toda Europa, porque armaban revoluciones en todos los
países a los que llegaban. El público inglés, libre, respetuoso de las
diferencias de opinión y desconfiado de los que ofrecían paraísos, no
les hacía caso. Uno de estos refugiados, Carlos Marx, vivió
apaciblemente en Londres, después de haber sido perseguido como rata en
el continente y escribió su obra más conocida, El Capital, en la
biblioteca del Museo Británico. Este otro camino, el de la libertad y la
paz, era más seguro y dio frutos más rápidamente que la confrontación y
la violencia.
La lección de la historia es, pues, muy clara. Busquemos en paz nuestro camino democrático para hallarlo más pronto.
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