15 enero, 2012

2012: plebiscito sobre seguridad

Hasta ahora ninguno de los aspirantes ha expuesto nítidamente sus planes para sacudir a la República de su pasmoso estado.

Pascal Beltrán del Río
La semana pasada le decía que, en mi opinión, la tarea ciudadana más apremiante en esta temporada electoral consiste en forzar a los aspirantes presidenciales a definir claramente cómo atenderían los dos más grandes pendientes de la agenda nacional: la seguridad pública y el desarrollo incluyente.


No hacerlo permitiría a los candidatos moverse en un terreno en el que se sienten cómodos: la mera búsqueda de la simpatía de los votantes mediante la retórica, el ingenio y el marketing.
Si usted fuera a contratar a alguien para realizar un trabajo especializado, particularmente en un contexto de crisis, ¿apostaría por quien le cae mejor o esperaría, antes de decidir, que los solicitantes del empleo le presentaran un plan de trabajo con objetivos claros y calendarizados?
Hasta ahora ninguno de los aspirantes ha expuesto nítidamente sus planes para sacudir a la República de su pasmoso estado.
Es cierto, aún faltan cinco meses y medio para la elección, uno de los partidos todavía no ha escogido quien lo representará en la contienda y no ha llegado el tiempo de los debates… Sin embargo, si no comenzamos desde ahora a pedir a los solicitantes del empleo definiciones claras sobre cómo cumplirán con nuestras expectativas, seguramente este tiempo de proselitismo se nos escurrirá entre los dedos sin haber llegado a escuchar propuestas concretas y poder evaluarlas.
Las elecciones suelen tener una faceta plebiscitaria. Sirven para dilucidar si los electores apoyan o rechazan determinadas políticas. En el caso de la seguridad pública, estoy seguro que así será: el domingo 1 de julio, los ciudadanos tendrán la posibilidad de decir si están de acuerdo con la estrategia que el gobierno de Felipe Calderón puso en práctica desde el principio de su gobierno para combatir a la delincuencia organizada.
Si uno no se guía por posiciones militantes, por filias o fobias, la decisión es difícil. ¿Debió Calderón hacer lo que hizo, lanzar a las Fuerzas Armadas contra los criminales, o pretender que no pasaba nada y dejar que otros temas fueran el eje de su gobierno?
Nunca lo sabremos con certeza,  pero ¿hay alguna garantía de que los cárteles no hubieran asediado a la población civil, ni se hubieran combatido unos a otros, de no haberse “pateado el avispero”, como piensan algunos? En ese caso, ¿las organizaciones del narcotráfico simplemente habrían seguido transportando su droga hacia Estados Unidos, sin participar en secuestros, extorsiones y tráfico de personas y sin disputarse a muerte los territorios donde hoy venden su producto a consumidores nacionales?
Como lo escribí aquí hace algunas semanas, las evidencias que sí hay me hacen dudar que la violencia que hoy vemos en las calles de muchas ciudades y pueblos del país haya surgido simplemente porque Calderón decidió apoyarse en las Fuerzas Armadas para perseguir a los delincuentes. Y también sospecho que si éstas regresaran repentinamente a sus cuarteles las mafias no dejarían de matar.
Una pregunta central en este debate debe ser quién asesinó a los cerca de 50 mil mexicanos que han perecido en esta etapa funesta de la historia del país, la más violenta desde la Guerra Cristera.
Sin duda una parte de ellos ha caído en combates con las Fuerzas Armadas, pero los datos nos indican que la enorme mayoría ha muerto a manos de delincuentes armados con rifles de alto poder (de los cuales se han decomisado 153 mil en el sexenio, suficientes para un ejército).
Eso, obviamente no es un hecho que tranquilice o sirva para justificar este horror. El papel de la autoridad en una sociedad democrática es proteger la vida de todos sus integrantes, y la autoridad ha fallado en su obligación al permitir la proliferación de esas armas y la acción de los violentos. Pero no podemos criticarla por razones contrapuestas: o intervenía o no intervenía, o cumplía con su obligación legal o no.
Para mí, el gobierno federal no ha hecho lo suficiente, lo que sí no ha estado del todo bien. Jamás se me ocurriría pensar que la opción era quedarse de brazos cruzados al principio del sexenio. No olvidemos que la violencia extrema ya estaba ahí: en Nuevo Laredo —donde había sido ejecutado un jefe de la policía municipal, a pocas horas de haber tomado posesión—, así como en Michoacán, Sinaloa y otros lugares.
La tragedia de los 50 mil muertos tiene un agravante: ocho de cada diez de esos homicidios han quedado impunes.
Eso quiere decir que los muertos y sus familiares no tendrán justicia. Y algo peor: que hay varios miles de asesinos impunes sueltos por las calles del país, dispuestos a seguir matando, porque nada promueve el crimen como la impunidad.
Y no olvidemos el papel de los gobiernos estatales. El robo es el delito que más afecta a los mexicanos. Pregúntele a los que son asaltados todos los días en el microbús, rumbo a su trabajo. En México se denunciaron casi 700 mil robos entre enero y noviembre del año pasado y casi 750 mil el año anterior (sin incluir la llamada cifra negra), de acuerdo con estadísticas del Sistema Nacional de Seguridad Pública. ¿Quién atiende esa violencia? ¿Quién hace justicia a esos mexicanos?
Hay quienes opinan que la autoridad debería dedicarse a perseguir delitos como el robo y el secuestro y no desgastarse en impedir que los narcotraficantes usen el territorio nacional para transportar droga. Ojalá fuera tan sencillo. Ojalá no hubiera un mercado local de consumo de estupefacientes. Ojalá el secuestro, la piratería, los giros negros y el tráfico de personas no fueran parte del negocio de los cárteles.
Además, muchos de los delitos que más afectan a los mexicanos están en el ámbito del fuero común. ¿Qué ha hecho la clase política en su conjunto para atacar el robo y otras conductas delictivas? ¿Qué acciones legislativas se han emprendido para hacerles frente, para dar más facultades a policías municipales o, mejor aún, reemplazar a éstas por cuerpos robustos de policías estatales?
Por supuesto, hay que atender los delitos que más afectan a los mexicanos, sobre todo ahora que sabemos que el robo es la puerta de entrada del crimen organizado. Pero eso no debe eximir o retraer al Estado del combate a los cárteles ni de la necesidad de desarrollar políticas sociales preventivas dirigidas a los jóvenes, especialmente a los marginados (de esas que no abundan mucho, por cierto).
Necesitamos más debate sobre el tema. No la confrontación estéril de los partidos que echan mano de él para ganar votos. Lo que hace falta es contrastar datos y propuestas.
Necesitamos poner a prueba la tesis del gobierno federal de que su estrategia comienza a tener éxito. Por ejemplo, que el número de homicidios dolosos ha comenzado a descender.
Si el gobierno federal ha dicho que la cifra de ejecuciones no es indicio de su fracaso, ¿por qué echa mano ahora de su supuesto descenso como prueba de éxito?
También debemos preguntarnos cuál es el plan de la oposición. ¿Qué harían distinto los candidatos del PRI y la izquierda, en caso de ganar las elecciones? ¿Cómo sacarían adelante una estrategia diferente sin mayoría en el Congreso? ¿Qué proponen para impedir el paso de las armas de alto poder que llegan ilegalmente desde Estados Unidos (algo que el actual gobierno no ha podido evitar)? Esas son cosas que hasta ahora no hemos escuchado.
Vayamos, pues, a ese plebiscito sobre la seguridad. Pero busquemos llegar a él con evidencias sólidas para saber a favor de qué o en contra de qué vamos a votar.
Habla la DEA
Por primera vez desde que el periódico The New York Times reveló las operaciones encubiertas que la DEA ha venido realizando en México —incluyendo el tráfico de drogas y el lavado de dinero como manera de infiltrar a los cárteles—, la directora de esa agencia estadunidense, Michele Leonhart aceptó hablar, en entrevista con Excélsior, sobre ese y otros temas. Podrá leer la conversación en la edición de mañana.

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