Alberto
Borea y Javier Valle Riestra han decidido torpedear las bases
económicas del gobierno de Ollanta Humala y sus posibilidades de llevar a
cabo una efectiva inclusión social. No se les ha ocurrido mejor idea,
ad portas de una grave crisis económica internacional, que recoger
firmas para retornar a la Constitución de 1979 reformada. Todos los
esfuerzos del gobierno por inspirar confianza en los inversionistas, que
es algo que no se consigue fácilmente ni menos en poco tiempo, se
echarían por la borda ante la amenaza de un cambio constitucional que
sembraría tal incertidumbre que acabaría por pasmar nuestro delicado
crecimiento.
Y todo esto en nombre de una supuesta superioridad ética y
democrática de la Constitución de 1979. Por favor. El origen de esa
Constitución fue una dictadura militar que la necesitó como mecanismo de
salida (por eso no participó Acción Popular, el partido que dos años
después ganó las elecciones). Era el broche de oro que necesitaba la
dictadura para salir airosa y entregar el poder a los civiles. La nueva
Constitución debía consagrar las reformas estructurales de la revolución
peruana, dándole, así, legitimidad histórica. Esa exigencia aparece
explícitamente indicada en el decreto de convocatoria a la asamblea
constituyente. Y, obedientemente, así ocurrió. La Constitución de 1979
consagra una economía estatista, intervencionista, proteccionista –con
estabilidad laboral absoluta incluida– y una institucionalidad medieval
en el agro, pues la tierra no se podía ni alquilar, porque solo se
aceptaba la conducción directa de la tierra.
Fue ese modelo económico el responsable último de que el Perú quedara
retrasado frente a Chile –cuando antes nuestro ingreso per cápita era
mayor– y perdiera más de 30 años de crecimiento y generara una crisis
que terminó en la hiperinflación del segundo lustro de los 80.
Incluso sus reglas constitucionales eran deficientes. El Congreso
podía censurar ministros y solicitar la vacancia del presidente con solo
mayoría simple y, en cambio, el presidente no podía disolver el
Congreso sino luego de tres gabinetes censurados –algo impracticable– y
su poder de veto de las leyes era limitado. Un desbalance notorio en
favor del Congreso. Hasta la forma como estaba diseñada la bicameralidad
–a la que sí habría que retornar, sin embargo–, era deficiente, pues
ambas cámaras tenían iniciativa legislativa y no había división de
funciones.
Pretender retornar a la Constitución del 79, como si fuera la Biblia,
es un despropósito que solo puede anidar en personas a las que no les
importa el país sino solo hacer prevalecer sus obsesiones personales.
Como si no tuviéramos suficientes problemas y no se tratara de
consolidar un rumbo que el país, pese a todo, finalmente ha encontrado y
que se halla plasmado, en lo que a régimen económico se refiere,
precisamente en la Constitución de 1993.
* Jaime de Althaus Guarderas es magister en antropologia, director y
conductor del programa “La hora N”, columnista del diario El Comercio y
autor de varios libros sobre desarrollo nacional.
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