28 diciembre, 2011

La ''mano invisible''... amarrada en México

Análisis & Opinión

Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.


Cuando se atasca la carreta del crecimiento, uno debiera preguntarse si son válidas las premisas que sustentan la forma de promoverlo. Bertrand Russell, el gran filósofo británico, alguna vez afirmó que "lo que tiene que ser promovido en los países industriales es significativamente diferente de lo que siempre se ha predicado". En materia de desarrollo, lo que siempre se ha fomentado en México es la demanda, o sea, más gasto. Es posible que, en algunas circunstancias, el gasto pudiera ser útil; sin embargo, lo que de verdad debería preocuparnos es por qué es tan baja la inversión.
La perspectiva gubernamental es, por naturaleza, desde arriba: se ve el conjunto y es muy difícil entender las partes o actuar con la precisión de un cirujano. Esa es la razón por la cual falla la mayoría de los programas de promoción sectorial o del crecimiento en general. Excepto en circunstancias muy particulares, lo que favorece o inhibe a la inversión es muy distinto a lo que, desde arriba, puede entender -o resolver- un burócrata que, por fuerza, tiene que decidir sobre el conjunto.
El papelito en una galleta de la suerte china lo decía con toda claridad: "los elevadores llenos de gente le huelen distinto al enano". Ese enano, es decir, el ciudadano común y corriente, vive problemas que comienzan en la puerta de su establecimiento pero que no acaban ahí. El o ella tiene que lidiar con la basura en la banqueta y las variaciones en la energía eléctrica, la escasez de agua, los baches en la calle y el interminable tráfico para llegar a cualquier parte, ¿y qué decir de la violencia y la inseguridad? Antes de siquiera comenzar a pensar en establecer un negocio -igual si se trata de una planta de motores automotrices que un changarro de reparación de planchas- el empresario potencial ya ve el mundo cuesta arriba.
Ese empresario o inversionista potencial ni se imagina lo que viene: permisos de usos de suelo, evaluaciones de impacto ambiental, trámites de importación, registros ante Hacienda, el IMSS, el gobierno municipal o delegación en el DF. Si se pone a planear el proceso de manera integral, el aspirante a empresario tendrá que contemplar un equipo de abogados y contadores meses antes de que produzca el primer tornillo. A juzgar por la realidad tangible, la mayoría sucumbe antes de comenzar: por eso tenemos una economía informal tan grande.
El éxito de países como China con la revolución que inició Deng no es producto de su perfección, sino del hecho de que privilegian a quienes crean riqueza. Así de simple.
Suponiendo que se trata de un empresario grande o de una multinacional, con capital y capacidad para lidiar con todos los trámites y costos inherentes al proceso, sus consideraciones se vuelven todavía más prácticas: cómo se compara México con países como Corea, China, Brasil, Hungría o Taiwán. Si el mercado potencial es el de Norteamérica, el intrépido inversionista comenzará a investigar qué ofrece México para su proyecto. Las ventajas serán evidentes: cercanía y acceso regido por un acuerdo comercial bilateral. Con eso vamos de gane. Sin embargo, tan pronto se ponga a comparar otras cosas, comenzará a tener que recalcular sus costos y los potenciales beneficios.
Desde el otro lado de la mesa, como aspirantes a esa inversión (aunque no siempre así lo parezca), tendríamos que preguntarnos cómo nos comparamos con naciones como las antes citadas y en qué momento esas dos enormes ventajas comienzan a erosionarse por el peso de nuestros problemas y limitaciones. En contraste con China o Corea, nuestra infraestructura es patética: vieja, de mala calidad, calles llenas de baches, un tránsito permanentemente desquiciado y una burocracia cuyos incentivos siempre privilegian el corto plazo (igual beneficios personales que los fondos para la elección del gobernante) en lugar de estar alineados con el crecimiento de la economía.
Lo que México requiere es un cambio de enfoque. Idealmente, esto podría darse a nivel global, cuando un gran líder nacional convence a la colectividad de enfocarse hacia el futuro y con criterios de crecimiento y desarrollo. Aunque atractivo, a juzgar por lo que hemos atestiguado en los últimos lustros, un enfoque de esta naturaleza parece poco realista. La función y responsabilidad del gobierno es la de eliminar barreras, tanto internas como externas, a la inversión privada. Sin embargo, la cantidad de barreras que existen son el equivalente, dice Luis de la Calle, a los topes que los automovilistas enfrentamos todos los días: se trata de la mejor evidencia del subdesarrollo, porque los topes son substitutos de lo que no existe, es decir, respeto por la ley, los semáforos y otros medios que, en la teoría, deberían servir para normar y hacer posible el desarrollo.
Una manera de intentar resolver estos entuertos entrañaría una revolución burocrática y regulatoria que, aunque concebible, no se ve posible. Sin embargo, hay otras maneras de pensar sobre estos temas. Quizá el mayor logro de las dos administraciones panistas de los últimos años sea el de haber hecho posible el mercado de hipotecas que hoy le ha permitido a varios millones de familias adquirir una casa. En lugar de pretender resolver todos los problemas que impedían el mercado inmobiliario, Fox reunió a banqueros, constructores, reguladores y burócratas para explicitar los impedimentos y definir opciones. La solución que de ahí surgió no transformó al mundo, pero sí resolvió el corazón del problema. Me parece que ese debería ser el modelo a seguir en el futuro: soluciones pequeñas pero idóneas al problema específico.
El verdadero reto del crecimiento de la economía y del empleo en el país no reside en la ausencia de ideas, proyectos y oportunidades, sino en lo errado del enfoque que norma la función gubernamental. La riqueza la crean los empresarios y son ellos los que generan empleos. Esta primera premisa debería entenderse en toda su dimensión: todo lo que obstaculiza e impide el desarrollo de inversionistas y empresarios reduce el crecimiento y la creación de empleos. Difícil ser más claro.
En la economía clásica, el crecimiento lo hacía posible la “mano invisible” del mercado. El problema es que, como dice Rafael Fernández Macgregor, en México esa mano está amarrada. La amarran los trámites y los burocratismos, las paraestatales de le energía, los proyectos políticos particulares y la impunidad que, de facto, promueve la corrupción y el estancamiento. Nuestro problema no es de ausencia de oportunidades o empresarios potenciales, sino de la excesiva presencia de obstáculos e impedimentos  que acaban derrotando hasta al más persistente. El éxito de países como China con la revolución que inició Deng no es producto de su perfección, sino del hecho de que privilegian a quienes crean riqueza. Así de simple.

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